jueves, 7 de marzo de 2013

Mascaras mexicanas


Máscaras mexicanas"
Corazón apasionado
disimula tu tristeza.
Canción popular
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece
como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su
arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra,
la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni
siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas
almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y
sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos
suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas
indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen entendedor pocas
palabras". En suma, entre la realidad y su persona se establece una muralla, no por invisible menos
infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los
demás. Lejos, también, de sí mismo.
El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la "hombría"
consiste en no "rajarse" nunca. Los que se "abren" son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo
que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse,
humillarse, "agacharse", pero no "rajarse", esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su
intimidad. El "rajado" es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los
secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque,
al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su "rajada", herida
que jamás cicatriza.
El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente
consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha
sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y la hostilidad del
ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire— nos obligan a
cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara
espinosa. Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona
solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no
sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad masculina
corre tanto peligro ante la benevolencia como ante la hostilidad. Toda abertura de nuestro ser
entraña una disminución de nuestra hombría.
Nuestras relaciones con los otros hombres también están teñidas de recelo. Cada vez que el
mexicano se confía a un amigo o a un conocido, cada vez que se "abre", abdica. Y teme que el
desprecio del confidente siga a su entrega. Por eso la confidencia deshonra y es tan peligrosa para el
que la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en la fuente que nos refleja, como
Narciso, sino que la cegamos. Nuestra cólera no se nutre nada más del temor de ser utilizados por
nuestros confidentes —temor general a todos los hombres— sino de la vergüenza de haber
renunciado a nuestra soledad. El que se confía, se enajena; "me he vendido con Fulano", decimos
cuando nos confiamos a alguien que no lo merece. Esto es, nos hemos "rajado", alguien ha
penetrado en el castillo fuerte. La distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y la
mutua seguridad, ha desaparecido. No solamente estamos a merced del intruso, sino que hemos
abdicado.
Todas esas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no
lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría para los otros pueblos consiste
en una abierta y agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo, listos a
repeler el ataque. El "macho" es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y
guardar lo que se le confía. La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o
ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y
políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros
héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas,
concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como Juárez y
Cuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de
nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la
adversidad.
La preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto no se manifiesta sólo como impasibilidad y
desconfianza, ironía y recelo, sino como el amor a la forma. Ésta contiene y encierra a la intimidad,
impide sus excesos, reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva. La doble influencia
indígena y española se conjugan en nuestra predilección por la ceremonia, las fórmulas y el orden.
EL mexicano, contra lo que supone una superficial interpretación de nuestra historia, aspira a crear
un mundo ordenado conforme a principios claros. La agitación y encono de nuestras luchas
políticas prueba hasta que punto las nociones jurídicas juegan un papel importante en nuestra vida
pública. Y en la de todos los días el mexicano es un hombre que se esfuerza por ser formal y que
muy fácilmente se convierte en formulista. Y es explicable. El orden —jurídico, social, religioso o
artístico— constituye una esfera segura y estable. En su ámbito basta con ajustarse a los modelos y
principios que regulan la vida; nadie, para manifestarse, necesita recurrir a la continua invención
que exige una sociedad libre. Quizá nuestro tradicionalismo —que es una de las constantes de
nuestro ser y lo que le da coherencia y antigüedad a nuestro pueblo— parte del amor que
profesamos a la forma.
Las complicaciones rituales de la cortesía, la persistencia del humanismo clásico, el gusto por las
formas cerradas en la poesía (el soneto y la décima por ejemplo), nuestro amor por la geometría en
las artes decorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza de nuestro
romanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco, el formalismo de nuestras instituciones
políticas y, en fin, la peligrosa inclinación que mostramos por la fórmulas —sociales, morales y
burocráticas—, son otras tantas excepciones de esta tendencia de nuestro carácter. El mexicano no
sólo no se abre; tampoco se derrama.
A veces las formas nos ahogan. Durante el siglo pasado los liberales vanamente intentaron someter
la realidad del país a la camisa de fuerza de la Constitución de 1857. Los resultados fueron la
Dictadura de Porfirio Díaz y la Revolución de 1857. En cierto sentido la historia de México, como
la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas y fórmulas en que se pretende encerrar
a nuestro ser y las explosiones con que nuestra espontaneidad se venga. Poca veces la forma ha sido
una creación original, un equilibrio alcanzado no a expensas sino gracias a la expresión de nuestros
instintos y quereres. Nuestras formas jurídicas y morales, por el contrario, mutilan con frecuencia a
nuestro ser, nos impiden expresarnos y niegan satisfacción a nuestros apetitos vitales.
La preferencia por la forma, inclusive vacía de su contenido, se manifiesta a lo largo de la historia
de nuestro arte, desde la época precortesiana hasta nuestros días. Antonio Castro Leal, en su
excelente estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón, muestra cómo la reserva frente al romanticismo —
que es, por definición, expansivo y abierto— se expresa ya en el siglo XVIII, esto es, antes de que
siquiera tuviésemos conciencia de nacionalidad. Tenían razón los contemporáneos de Juan Ruiz de
Alarcón al acusarlo de entrometido, aunque más bien hablasen de la deformidad de su cuerpo que
de la singularidad de su obra. En efecto, la porción más característica de su teatro niega al de sus
contemporáneos españoles. Y su negación contiene, en cifra, la que México ha opuesto siempre a
España. El teatro de Alarcón es una respuesta a la vitalidad española, afirmativa y deslumbrante en
esa época, y que se expresa a través de un gran Sí a la historia y a las pasiones. Lope exalta el amor,
lo heroico, lo sobrehumano, lo increíble; Alarcón opone a estas virtudes desmesuradas otras más
sutiles y burguesas: la dignidad, la cortesía, el estoicismo melancólico, un pudor sonriente. Los
problemas morales interesan poco a Lope, que ama la acción, como todos sus contemporáneos. Más
tarde Calderón mostrará el mismo desdén por la psicología; los conflictos morales y las
oscilaciones, caídas y cambios del alma humana sólo son metáforas que transparentan un drama
teológico cuyos dos personajes son el pecado original y la Gracia divina. En las comedias más
representativas de Alarcón, en cambio, el cielo cuenta poco, tan poco como el viento pasional que
arrebata a los personajes lopescos. El hombre, nos dice el mexicano, es un compuesto y el mal y el
bien se mezclan sutilmente en su alma. En lugar de proceder por síntesis, utiliza el análisis: el héroe
se vuelve problema, En varias comedias se plantea la cuestión de la mentira; ¿hasta qué punto el
mentiroso de veras miente, de veras se propone engañar?; ¿no es él la primera víctima de sus
engaños y no es a sí mismo a quien engaña? El mentiroso se miente a sí mismo: tiene miedo de sí.
Al plantearse el problema de la autenticidad, Alarcón anticipa uno de los temas constantes de
reflexión del mexicano, que más tarde recogerá Rodolfo Usigli en El gesticulador.
En el mundo de Alarcón no triunfan la pasión ni la Gracia; todo se subordina a lo razonable; sus
arquetipos son los de la moral que sonríe y perdona. Al substituir los valores vitales y románticos de
Lope por los abstractos de una moral universal y razonable, ¿no se evade, no nos escamotea su
propio ser? Su negación, como la de México, no afirma nuestra singularidad frente a la de los
españoles. Los valores que postula Alarcón pertenecen a todos los hombres y son una herencia
grecorromana tanto como una profecía de la moral que impondrá el mundo burgués. No expresan
nuestra espontaneidad, ni resuelven nuestros conflictos; son formas que no hemos creado ni sufrido,
máscaras. Sólo hasta nuestros días hemos sido capaces de enfrentar al Sí español un Sí mexicano y
no una afirmación intelectual, vacía de nuestras peculiaridades. La Revolución mexicana, al
descubrir las artes populares, dio origen a la pintura moderna; al descubrir el lenguaje de los
mexicanos, creó la nueva poesía.
Si en la política y el arte el mexicano aspira a crear mundos cerrados, en la esfera de las relaciones
cotidianas procura que imperen el pudor, el recato y la reserva ceremoniosa. El pudor, que nace de
la vergüenza ante la desnudez propia o ajena, es un reflejo casi físico entre nosotros. Nada más
alejado de esta actitud que el miedo al cuerpo, característico de la vida norteamericana. No nos da
miedo ni vergüenza nuestro cuerpo; lo afrontamos con naturalidad y lo vivimos con cierta plenitud
—a la inversa de lo que ocurre con los puritanos. Para nosotros el cuerpo existe; da gravedad y
límites a nuestro ser. Lo sufrimos y gozamos; no es un traje que estamos acostumbrados a habitar,
ni algo ajeno a nosotros: somos nuestro cuerpo. Pero las miradas extrañas nos sobresaltan, porque el
cuerpo no vela la intimidad, sino la descubre. El pudor, así, tiene un carácter defensivo, como la
muralla china de la cortesía o las cercas de los órganos y cactus que separan en el campo a los
jacales de los campesinos. Y por eso la virtud que más estimamos en las mujeres es el recato, como
en los hombres la reserva. Ellas también deben defender su intimidad.
Sin duda en nuestra concepción del recato femenino interviene la vanidad masculina del señor —
que hemos heredado de indios y españoles. Como casi todos los pueblos, los mexicanos consideran
a la mujer como un instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asignan la ley,
la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre los que nunca se le ha pedido su
consentimiento y en cuya realización participa sólo pasivamente, en tanto que "depositaria" de
ciertos valores. Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no crea,
los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen de
los hombres, la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos. Pasiva, se convierte en
diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y
virgen; activa, es siempre función, medio, canal. La feminidad nunca es un fin en sí mismo, como lo
es la hombría.
En otros países estas funciones se realizan a la luz pública y con brillo. En algunos se reverencia a
las prostitutas o a las vírgenes; en otros, se premia a las madres; en casi todos, se adula y respeta a
la gran señora. Nosotros preferimos ocultar esas gracias y virtudes. El secreto debe acompañar a la
mujer. Pero la mujer no sólo debe ocultarse sino que, además, debe ofrecer cierta impasibilidad
sonriente al mundo exterior. Ante el escarceo erótico, debe ser "decente"; ante la adversidad,
"sufrida". En ambos casos su respuesta no es instintiva ni personal, sino conforme a un modelo
genérico. Y ese modelo, como en el caso del "macho", tiende a subrayar los aspectos defensivos y
pasivos, en una gama que va desde el pudor y la "decencia" hasta el estoicismo, la resignación y la
impasibilidad.
La herencia hispanoárabe no explica completamente esta conducta. La actitud de los españoles
frente a las mujeres es muy simple y se expresa, con brutalidad y concisión, en dos refranes: "la
mujer en la casa y con la pata rota" y "entre santa y santo, pared de cal y canto". La mujer es una
fiera doméstica, lujuriosa y pecadora de nacimiento, a quien hay que someter con el palo y conducir
con el "freno de la religión". De ahí que muchos españoles consideren a las extranjeras —y
especialmente a las que pertenecen a países de raza o religión diversas a las suyas— como presa
fácil. Para los mexicanos la mujer es un ser obscuro, secreto y pasivo. No se le atribuyen malos
instintos: se pretende que ni siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de la especie; la
mujer encarna la voluntad de la vida, que es por esencia impersonal. Ser ella misma, dueña de su
deseo, su pasión o su capricho, es ser infiel a sí misma. Bastante más libre y pagano que el español
—como heredero de las grandes religiones naturalistas precolombinas— el mexicano no condena al
mundo natural. Tampoco el amor sexual está teñido de luto y horror, como en España. La
peligrosidad no radica en el instinto sino en asumirlo personalmente. Reaparece así la idea de
pasividad: tendida o erguida, vestida o desnuda, la mujer nunca es ella misma. Manifestación
indiferenciada de la vida, es el canal del apetito cósmico. En ese sentido, no tiene deseos propios.
Las norteamericanas proclaman también la ausencia de instintos y deseos, pero la raíz de su
pretensión es distinta y hasta contraria. La norteamericana oculta o niega ciertas partes de su cuerpo
—y, con más frecuencia, de su psiquis: son inmorales y, por lo tanto, no existen. Al negarse, se
reprime su espontaneidad. La mexicana simplemente no tiene voluntad. Su cuerpo duerme y sólo se
enciende si alguien lo despierta. Nunca es pregunta, sino respuesta, materia fácil y vibrante que la
imaginación y la sensualidad masculina esculpen. Frente a la actividad que despliegan las otras
mujeres, que desean cautivar a los hombres a través de la agilidad de su espíritu o del movimiento
de su cuerpo, la mexicana opone un cierto hieratismo, un reposo hecho al mismo tiempo de espera y
desdén. El hombre revolotea a su alrededor, la festeja, la canta, hace caracolear su caballo o su
imaginación. Ella se vela en el recato y la inmovilidad. Es un ídolo. Como todos los ídolos, es
dueña de fuerzas magnéticas, cuya efectividad y poder crecen a medida que el foco emisor es más
pasivo y secreto. Analogía cósmica: la mujer no busca, atrae. Y el centro de su atracción es su sexo,
oculto, pasivo. Inmóvil sol secreto.
Esta concepción —bastante falsa si se piensa que la mexicana es muy sensible e inquieta— no la
convierte en mero objeto, en cosa. La mujer mexicana, como todas las otras, es un símbolo que
representa la estabilidad y continuidad de la raza. A su significación cósmica se alía la social: en la
vida diaria su función consiste en hacer imperar la ley y el orden, la piedad y la dulzura. Todos
cuidamos que nadie "falte al respeto a las señoras", noción universal, sin duda, pero que en México
se lleva hasta sus últimas consecuencias. Gracias a ella se suavizan muchas de las asperezas de
nuestras relaciones de "hombre a hombre". Naturalmente habría que preguntar a las mexicanas su
opinión; ese "respeto" es a veces una hipócrita manera de sujetarlas e impedirles que se expresen.
Quizá muchas preferirían ser tratadas con menos "respeto" (que, por lo demás, se les concede
solamente en público) y con más libertad y autenticidad. Esto es, como seres humanos y no como
símbolos o funciones. Pero, ¿cómo vamos a consentir que ellas se expresen, si toda nuestra vida
tiende a paralizarse en una máscara que oculte nuestra identidad?
Ni la modestia propia, ni la vigilancia social, hacen invulnerable a la mujer. Tanto por la fatalidad
de su anatomía "abierta" como por su situación social —depositaria de la honra, a la española—
está expuesta a toda clase de peligros, contra los que nada pueden la moral personal ni la protección
masculina. El mal radica en ella misma; por naturaleza es un ser "rajado", abierto. Más, en virtud de
un mecanismo de compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza original y se
crea el mito de la "sufrida mujer mexicana". El ídolo —siempre vulnerable, siempre en trance de
convertirse en ser humano— se transforma en víctima endurecida e insensible al sufrimiento,
encallecida a fuerza de sufrir. (Una persona "sufrida" es menos sensible al dolor que las que apenas
si han sido tocadas por la adversidad.) Por obra del sufrimiento, las mujeres se vuelven como los
hombres: invulnerables, impasibles y estoicas.
Se dirá que al transformar en virtud algo que debería ser motivo de vergüenza, sólo pretendemos
descargar nuestra conciencia y encubrir con una imagen una realidad atroz. Es cierto, pero también
lo es que al atribuir a la mujer la misma invulnerabilidad a que aspiramos, recubrimos con una
inmunidad moral su fatalidad anatómica, abierta al exterior. Gracias al sufrimiento, y a su capacidad
para resistirlo sin protesta, la mujer trasciende su condición y adquiere los mismos atributos del
hombre.
Es curioso advertir que la imagen de la "mala mujer" casi siempre se presenta acompañada de la
idea de actividad. A la inversa de la "abnegada madre", de la "novia que espera" y del ídolo
hermético, seres estáticos, la "mala" va y viene, busca a los hombres, los abandona. Por un
mecanismo análogo al descrito más arriba, su extrema movilidad la vuelve invulnerable. Actividad
e impudicia se alían en ella y acaban por petrificar su alma. La "mala" es dura, impía,
independiente, como el "macho". Por caminos distintos, ella también transciende su fisiología y se
cierra al mundo.
Es significativo, por otra parte, que el homosexualismo masculino sea considerado con cierta
indulgencia, por lo que toca al agente activo. El pasivo, al contrario, es un ser degrado y abyecto. El
juego de los "albures" —esto es, el combate verbal hecho de alusiones obscenas y de doble sentido,
que tanto se practica en la ciudad de México— transparenta esta ambigua concepción. Cada uno de
los interlocutores, a través de trampas verbales y de ingeniosas combinaciones lingüísticas, procura
anonadar a su adversario; el vencido es el que no puede contestar, el que se traga las palabras de su
enemigo. Y esas palabras están teñidas de alusiones sexualmente agresivas: el perdidoso (sic) es
poseído, violado, por el otro. Sobre él caen las burlas y escarnios de los espectadores. Así pues, el
homosexualismo masculino es tolerado, a condición de que se trate de una violación del agente
pasivo. Como en el caso de las relaciones heterosexuales, lo importante es "no abrirse" y,
simultáneamente, rajar, herir al contrario.
Me parece que todas estas actitudes, por diversas que sean sus raíces, confirman el carácter
"cerrado" de nuestras reacciones frente al mundo o frente a nuestros semejantes. Pero no nos bastan
los mecanismos de preservación y defensa. La simulación, que no acude a nuestra pasividad sino
que exige una invención activa y que se recrea a sí misma a cada instante, es una de nuestras formas
de conducta habituales. Mentimos por placer y fantasía, sí, como todos los pueblos imaginativos,
pero también para ocultarnos y ponernos al abrigo de intrusos. La mentira posee una importancia
decisiva en nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no pretendemos nada
más engañar a los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su fertilidad y lo que distingue a nuestras
mentiras de las groseras invenciones de otros pueblos, La mentira es un juego trágico, en el que
arriesgamos parte de nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia.
El simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama una constante improvisación, un ir
hacia adelante siempre, entre arenas movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar
el personaje que fingimos, hasta que llega el momento en que realidad y apariencia, mentira y
verdad, se confunden. De tejido de invenciones para deslumbrar al prójimo, la simulación se trueca
en una forma superior, por artística, de la realidad. Nuestras mentiras reflejan, simultáneamente,
nuestras carencias y nuestros apetitos, lo que no somos y lo que deseamos ser. Simulando, nos
acercamos a nuestro modelo y a veces el gesticulador, como ha visto con hondura Usigli, se funde
con sus gestos, los hace auténticos. La muerte del profesor Rubio lo convierte en lo que deseaba ser:
el general Rubio, un revolucionario sincero y un hombre capaz de impulsar y purificar a la
Revolución estancada. En la obra de Usigli el profesor Rubio se inventa a sí mismo y se transforma
en general; su mentira es tan verdadera que Navarro, el corrompido, no tiene más remedio que
volver a matar en él a su antiguo jefe, el general Rubio. Mata en él la verdad de la Revolución.
Si por el camino de la mentira podemos llegar a la autenticidad, un exceso de sinceridad puede
conducirnos a formas más refinadas de la mentira. Cuando nos enamoramos nos "abrimos",
mostramos nuestra intimidad, ya que una vieja tradición quiere que el que sufre de amor exhiba sus
heridas ante la que ama. Pero al descubrir sus llagas de amor, el enamorado transforma su ser en
una imagen, en un objeto que entrega a la contemplación de la mujer —y de sí mismo. Al
mostrarse, invita a que lo contemplen con los mismos ojos piadosos con que él se contempla. La
mirada ajena ya no lo desnuda: lo recubre de piedad. Y al presentarse como espectáculo y pretender
que se le mire con los mismos ojos con que él se ve, se evade del juego erótico, pone a salvo su
verdadero ser, lo substituye por una imagen. Substrae su intimidad, que se refugia en sus ojos, esos
ojos que son nada más contemplación y piedad de sí mismo. Se vuelve su imagen y la mirada que lo
contempla.
En todos los tiempos y en todos los climas, las relaciones humanas —y especialmente las
amorosas— corren el riesgo de volverse equívocas. Narcisismo y masoquismo no son tendencias
exclusivas del mexicano. Pero es notable la frecuencia con que canciones populares, refranes y
conductas cotidianas aluden al amor como falsedad y mentira. Casi siempre eludimos los riesgos de
una relación desnuda a través de una exageración, en su origen sincera, de nuestros sentimientos.
Asimismo, es revelador cómo el carácter combativo del erotismo se acentúa entre nosotros y se
encona. El amor es una tentativa de penetrar en otro ser, pero sólo puede realizarse a condición de
que la entrega sea mutua. En todas partes es difícil este abandono de sí mismo; pocos coinciden en
la entrega y más pocos aún logran trascender esa etapa posesiva y gozar del amor como lo que
realmente es: un perpetuo descubrimiento, una inmersión en las aguas de la realidad y una
recreación constante. Nosotros concebimos el amor como conquista y como lucha. No se trata tanto
de penetrar la realidad, a través de un cuerpo, como de violarla. De ahí que la imagen del amante
afortunado —herencia, acaso, del Don Juan español— se confunda con la del hombre que se vale de
sus sentimientos —reales o inventados— para obtener a la mujer.
La simulación es una actividad parecida a la de los actores y puede expresarse en tantas formas
como personajes fingimos. Pero el actor, si lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna
plenamente, aunque después, terminada la representación, lo abandone como su piel la serpiente. El
simulador jamás se entrega y se olvida de sí, pues dejaría de simular si se fundiera con su imagen.
Al mismo tiempo, esa ficción se convierte en una parte inseparable —y espuria— de su ser: está
condenado a representar toda su vida, porque entre su personaje y él se ha establecido una
complicidad que nada puede romper, excepto la muerte o el sacrificio. La mentira se instala en su
ser y se convierte en el fondo último de su personalidad.
Simular es inventar o, mejor, aparentar y así eludir nuestra condición. La disimulación exige mayor
sutileza: el que disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido, sin
renunciar a su ser. El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo. Temeroso de
la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y fantasma, eco. No camina, se desliza; no
propone, insinúa; no replica, rezonga; no se queja, sonríe; hasta cuando canta —si no estalla y se
abre el pecho— lo hace entre dientes y a media voz, disimulando su cantar:
Y es tanta la tiranía
de esta disimulación
que aunque de raros anhelos
se me hincha el corazón,
tengo miradas de reto
y voz de resignación.
Quizá el disimulo nació durante la Colonia. Indios y mestizos tenían, como en el poema de Reyes,
que cantar quedo, pues "entre dientes mal se oyen las palabras de rebelión". El mundo colonial ha
desaparecido, pero no el temor, la desconfianza y el recelo. Y ahora no solamente disimulamos
nuestra cólera sino nuestra ternura. Cuando pide disculpas, la gente del campo suele decir:
"Disimule usted, señor". Y disimulamos. Nos disimulamos con tal ahínco que casi no existimos.
En sus formas radicales el disimulo llega al mimetismo. El indio se funde con el paisaje, se
confunde con la barda blanca en que se apoya por la tarde, con la tierra obscura en que se tiende a
mediodía, con el silencio que lo rodea. Se disimula tanto su humana singularidad que acaba por
abolirla y se vuelve piedra, pirú, muro, silencio: espacio. No quiero decir que comulgue con el
Todo, a la manera panteísta, ni que en un árbol aprehenda todos los árboles, sino que efectivamente,
esto es, de una manera concreta y particular, se confunde con un objeto determinado.
Roger Caillois observa que el mimetismo no implica siempre una tentativa de protección contra las
amenazas virtuales que pululan en el mundo externo. A veces los insectos "se hacen los muertos" o
imitan las formas de la materia en descomposición, fascinados por la muerte, por la inercia del
espacio. Esta fascinación —fuerza de gravedad, diría yo, de la vida— es común a todos los seres y
el hecho de que se exprese como mimetismo confirma que no debemos considerar a éste
exclusivamente como un recurso del instinto vital para escapar del peligro y la muerte.
Defensa frente al exterior o fascinación ante la muerte, el mimetismo no consiste tanto en cambiar
de naturaleza como de apariencia. Es revelador que la apariencia escogida sea la muerte o la del
espacio inerte, en reposo. Extenderse, confundirse con el espacio, ser espacio, es una manera de
rehusarse a las apariencias, pero también es una manera de ser sólo Apariencia. El mexicano tiene
tanto horror a las apariencias, como amor le profesan sus demagogos y dirigentes. Por eso se
disimula su propio existir hasta confundirse con los objetos que lo rodean. Y así, por medio de las
apariencias, se vuelve sólo Apariencia. Aparenta ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la
muerte o del no ser antes que abrir su intimidad y cambiar. La disimulación mimética, en fin, es una
de tantas manifestaciones de nuestro hermetismo. Si el gesticulador acude al disfraz, los demás
queremos pasar desapercibidos. En ambos casos ocultamos nuestro ser. Y a veces lo negamos.
Recuerdo que una tarde, como oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío, pregunté en voz alta:
"¿Quién anda por ahí?". Y la voz de una criada recién llegada de su pueblo contestó: "No es nadie
señor, soy yo".
No sólo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos transparentes y fantasmales; también
disimulamos la existencia de nuestros semejantes. No quiero decir que los ignoremos o los hagamos
menos, actos deliberados y soberbios. Los disimulamos de manera más definitiva y radical: los
ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de Alguien, Ninguno. La nada de
pronto se individualiza, se hace cuerpo y ojos, se hace Ninguno.
Don Nadie, padre español de Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta en el banco y habla con
voz fuerte y segura. Don Nadie llena al mundo con su vacía y vocinglera presencia. Está en todas
partes y en todos los sitios tiene amigos. Es banquero, embajador, hombre de empresa. Se pasea por
todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en Estocolmo y en Londres. Don Nadie es funcionario
o influyente y tiene una agresiva y engreída manera de no ser. Ninguno es silencioso y tímido,
resignado. Es sensible e inteligente. Sonríe siempre, Espera siempre. Y cada vez que quiere hablar,
tropieza con un muro de silencio; si saluda encuentra una espalda glacial; si suplica, llora o grita,
sus gestos y gritos se pierden en el vacío que don Nadie crea con su vozarrón. Ninguno no se atreve
a no ser: oscila, intenta una vez y otra vez ser Alguien. Al fin, entre vanos gestos, se pierde en el
limbo de donde surgió.
Sería un error pensar que los demás le impiden existir. Simplemente disimulan su existencia, obran
como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan, lo ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique
libros, pinte cuadros, se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la pausa de
nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el nombre que olvidamos siempre por una
extraña fatalidad. el eterno ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una
omisión. Y sin embargo, Ninguno está presente siempre. Es nuestro secreto, nuestro crimen y
nuestro remordimiento. Por eso el Ninguneador también se ningunea; él es la omisión de Alguien.
Y si todos somos Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la sombra de
Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador y lo cubre todo. En nuestro territorio,
más fuerte que las pirámides y los sacrificios, que las iglesias, los motines y los campos populares,
vuelve a imperar el silencio, anterior a la historia. 
Alumno:Cinthia Erandi Mendez Aguilar

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